Las ves un viernes cualquiera, de verano. Con las cejas pintadas y envueltas en su bandera de entereza. Apoyándose y apoyando, porque saben que la vida es eso. Casi te sale una reverencia además de cederles el paso. Mujeres que son una auténtica institución, que darían para escribir un libro y mil, para la película del año si es que esta etiqueta significara algo.

Mujeres de casa grande, enorme. En la que caben todos. Que son el último escondite de la generosidad y el anonimato. Que lavaron en el río, fregaron de rodillas y no tuvieron tiempo ni oportunidad de estudiar. Que aprendieron con la vida y renegaron de dejar lo mismo a los suyos. Que renunciaron a todo. Que descubrieron donde está la tristeza y dónde la felicidad, pero no quieren contárselo a nadie.
Que escuchan, que cuentan y que cantan. Que saben olvidar. Mujeres que ponen el bálsamo de la sonrisa sobre los problemas de la vida. Mujeres que no tienen a nadie más que a sí mismas. Mujeres que no han querido tener a nadie. Enfermeras que se han curado solas, después de poner apósitos a todos a su alrededor.
Maestras. Enseñadoras de tanto y de todo. Compartir lo que uno sabe es el mayor acto de generosidad. Mujeres que bailan cuando están solas. Madres que rien cuando las lágrimas asoman. Que acunan, que luchan sin descanso, que están al pie de cada cama, velando. Fortaleza por bandera en una mitad del mundo tan necesaria.